Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

Cristo Eucaristía, Luz de la niñez y de la juventud

sábado, 29 de octubre de 2011

Alimentemos el espíritu con la oración, el Rosario, las jaculatorias y la Eucaristía



En el mundo de la naturaleza, cuando nacen nuevos seres, como por ejemplo, pichones, perritos, gatos, etc., lo primero que hacen es dirigirse a su madre en busca de alimento. Así es como, por ejemplo, cada mañana, los pichones de paloma, o de águila, se quedan en el nido, esperando a que su madre vaya a buscar comida, y cuando regresa, abren sus pequeños picos para ser alimentados. Después, la escena se repite, hacia el mediodía, y también al caer la noche. Sólo cuando crecen, se alimentan por sí mismos.

Lo mismo sucede en el plano espiritual: al levantarnos, cada mañana, también necesitamos ser alimentados en el espíritu, y ese alimento espiritual nos lo da Dios, y es Él mismo.

Para recibir ese alimento espiritual, es necesario hacer algunas cosas: leer la Palabra de Dios, rezar al levantarnos y al acostarnos, decir jaculatorias a lo largo del día, recibir la Comunión lo más frecuente posible, confesarse lo más frecuentemente posible.

Y como hacen los pichones, que reciben sus alimentos de su mamá –la mamá paloma, la mamá águila, la mamá osa-, así también nosotros recibimos nuestro alimento espiritual de parte de nuestra Mamá espiritual, la Virgen María, y es así como, al despertarnos y abrir los ojos, lo primero que hacemos es dirigirnos a la Virgen, rezando tres Avemarías, o también rezarle una jaculatoria, es decir, una oración breve, como por ejemplo: “María, Madre mía, llévame en tus brazos y llévame a tu Hijo Jesús”.

Al mediodía, cuando se despierta el hambre del estómago, también se tiene que despertar el hambre del espíritu, y es así que recurrimos también a la Virgen, rezando el Angelus, y luego a Jesús, bendiciendo la comida y dando gracias por el alimento, como por ejemplo: “Te damos gracias, Señor, por el alimento que recibimos de tu bondad, te pedimos por los que no lo tienen, y por los que lo tienen, hambre y se de Ti”, o cualquier otra oración de acción de gracias.

Luego, viene el plato fuerte del día: la Eucaristía. Imaginemos que estamos con mucho apetito –más que apetito, un hambre voraz-, y un amigo viene y nos dice: “¡Vamos a comer un flor de asado!”. ¿Acaso le diríamos, ‘No, gracias, lo dejemos para mañana’? Seguramente que no le diríamos eso, sino que, antes de que termine de hablar, ya estamos sentados a la mesa. En el mundo espiritual, la Eucaristía es como el más rico de todos los manjares, el más exquisito de todos, porque es la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, que nos da la alegría, la paz, la vida y el Amor de Dios, y nuestra alma tiene hambre y sed de paz, de alegría, de felicidad, de amor, y todo eso lo tenemos en la Eucaristía. Por eso es que tenemos que comulgar lo más frecuente que podamos.

A lo largo del día, por la actividad física, necesitamos algún pequeño bocadillo, y es así como continuamos con las jaculatorias. También podemos rezar una oración más importante, que es el Rosario, que como su nombre lo indica, es una corona de rosas para la Virgen. Si tuviéramos oportunidad de regalarles a nuestras mamás todos los días, un ramo de rosas, blancas, rojas, rosas, amarillas, las más hermosas y perfumadas del mundo, ¿no lo haríamos? ¡Por supuesto que lo haríamos! Y nuestra madre, se negaría a recibirlas? ¡Por supuesto que no se negaría! Si eso haríamos con las rosas de la tierra, que se marchitan pronto, ¿por qué no hacerlo con el Rosario, que son rosas espirituales, que nunca jamás se van a marchitar? ¡Recemos el Rosario todos los días, regalemos todos los días hermosos ramos de rosas perfumadas a nuestra Madre del cielo, la Virgen María! Otro ejemplo nos puede ayudar para ver porqué tenemos que rezar el Rosario: supongamos que un niño pequeño, de tres o cuatro años, está en brazos de su madre, ¿se cansaría de decirle: ‘Mamá, te amo’? ¡Por supuesto que no! Y a la madre, ¿le molestaría que su hijo le dijera que la ama? ¡Por supuesto que no! Entonces, ¡a rezar el Rosario todos los días!

Por fin, al acostarnos, comemos una cena liviana: un párrafo de la Palabra de Dios, el examen de conciencia, para pedir perdón por los pecados, hacer el propósito de ser mejores, y ver de qué manera podemos agradar a Dios al levantarnos al otro día, si Dios lo permite, y tres Avemarías antes de dormir.

De esta manera, alimentamos nuestro espíritu, y así creceremos sanos y fuertes, y tendremos fuerzas, las fuerzas que nos da la gracia de Dios, para que cuando muramos, vayamos directamente al cielo.

sábado, 22 de octubre de 2011

La Comunión frecuente nos preserva del pecado mortal



Vamos a repasar un poco de Ciencias Sociales.

¿Cómo es el despegue de un cohete? Seguramente que lo han visto en algún documental: antes de partir, se hace una cuenta regresiva, que comienza horas antes del despegue, y cuando llegan los últimos diez segundos, todo el mundo empieza a contar, desde el diez: “Diez, nueve, ocho…”, hasta que se llega al cero y el cohete despega.

El momento del despegue es algo grandioso, porque para que el cohete pueda subir hasta el cielo, se necesita algo que lo empuje desde abajo, y ese empujón se lo el combustible que se enciende. Como tienen que ir muy alto, y debido a que son muy pesados, llevan mucho combustible, el cual al encenderse, forma una gran llamarada de fuego, que se hace más grande y alta a medida que el cohete empieza a despegar.

Algunas veces, la columna de fuego puede alcanzar la altura de varios pisos de un edificio.

Si no se formara esta columna de fuego, el cohete no podría despegar. ¿Cuál es el motivo? La fuerza de gravedad de la tierra. ¿En qué consiste?

En que la tierra posee como un imán, muy poderoso, que hace que los cuerpos materiales se sientan atraídos hacia el centro de la tierra, y no puedan elevarse en vuelo. En el caso de las aves, pueden hacerlo porque tienen alas, pero el resto de los seres creados, no lo puede hacer, no puede volar, a menos que se suba a un avión o a un cohete.

Y estos aparatos pueden vencer esa fuerza de atracción terrestre, porque poseen un combustible que, al encenderse, produce la columna de fuego que los aleja de la tierra y los acerca al cielo.

La fuerza de atracción es necesaria, porque si no, no podríamos caminar ni hacer nada en la tierra, como les sucede a los astronautas en la luna, pero también nos dificulta el poder volar, porque nos vuelve pesados para elevarnos.

¿Qué sucede cuando una nave espacial, impulsada por el poderoso chorro de fuego de sus cohetes propulsores, sale de la órbita terrestre?

Lo que sucede es que, a medida que va subiendo al cielo, escapa de la fuerza de atracción de la tierra, la cual se anula completamente, y tanto más, a medida que se acerca al sol, volviéndose los cuerpos de los astronautas, ligeros como una pluma[1].

¿Por qué usamos este ejemplo?

Porque con la comunión sucede algo similar al cohete que despega: nos da fuerza para escapar de la atracción de las cosas de la tierra, nos preserva del pecado mortal, y nos alivia el alma.

En la comunión, recibimos una poderosa fuerza del cielo, que nos da Jesús, y es la gracia santificante, que es lo que nos da la fuerza para apartarnos de las cosas materiales y terrenas, las cuales, a medida que subimos en santidad, nos parecen cada vez más pequeñas y sin atractivo, como cuando alguien va ascendiendo en un avión, y ve por la ventanilla las casas, los autos, los animales y las personas, cada vez más chicos.

En otras palabras, la gracia santificante de la comunión nos hace ver las cosas materiales como cosas sin valor, como extraños e inservibles objetos de plástico barato que sólo sirven para ser arrojados al cesto de residuos.

Y así como un astronauta, a medida que escapa de la fuerza de atracción de la tierra, se siente ligero como una pluma, hasta el punto de flotar en el interior de la nave, así el alma, inundada por la gracia santificante que la aleja de la fuerte atracción que ejercen las cosas materiales, se siente ligera y libre de todo peso.

Es por esto que la comunión preserva del pecado mortal, puesto que la Eucaristía frena la atracción hacia debajo de las pasiones desordenadas (concupiscencias), consecuencias del pecado original.

Al mismo tiempo, así como la nave se acerca cada vez más al sol, así nosotros, al comulgar, no sólo nos alejamos del pecado, sino que nos acercamos cada vez más a ese Sol de Amor infinito que es Jesús Eucaristía.

Estas son las razones por las que tenemos que comulgar frecuentemente: porque la Eucaristía nos aparta del pecado mortal y nos acerca al Amor de Dios.

Pero para comulgar, debemos luchar contra el pecado venial y contra las imperfecciones, por el siguiente motivo.

Las imperfecciones –que pueden fácilmente convertirse en pecados veniales- son esas faltas –desidia o desinterés en la oración, resistencia egoísta a ayudar al prójimo, falta de esfuerzo para vencer nuestra irritabilidad o impaciencia, vanidad infantil en nuestro aspecto o apego excesivo a nuestros talentos, rencores, intemperancia, murmuraciones con ribetes de malicia-, que muestran que nuestro amor a Dios es todavía imperfecto[2], y que no hemos comprendido aún que el amor a Dios pasa por el amor que tengamos al prójimo, según el primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.

Pueden parecer poca cosa, pero estas imperfecciones son un verdadero obstáculo para el aprovechamiento de la comunión sacramental, ya que se comportan como tierra en el fondo de un vaso de cristal con el cual sacamos agua de un manantial de agua límpida: por más limpia que esté el agua, al contacto con la tierra, esta la enturbia, perdiendo su condición original cristalina.

En otras palabras, las imperfecciones –desidia, impaciencia, enojos, egoísmo, etc.-, nos impiden recibir todo el caudal infinito de gracias que se nos comunica en cada comunión eucarística[3], y por eso debemos erradicarlas, y este momento de la Misa es propicio para hacer este propósito.

Nuestra alma es finita, y por eso, por su propia naturaleza, no puede recibir las infinitas gracias que nos concede cada comunión eucarística, pero por el mismo motivo, debemos luchar para que nuestro vaso, más pequeño o más grande, es decir, nuestra alma, esté libre al momento de comulgar, para que pueda atrapar la mayor cantidad de agua cristalina, es decir, de gracias, que proporciona cada Eucaristía[4].

Una sola comunión podría convertirnos en los más grandes santos, e incluso hacernos morir de amor, para pasar a la feliz eternidad en el cielo en el momento mismo de la comunión, como le sucedió a Imelda Lambertini, pero si no sólo no nos sucede eso, sino, por el contrario, vemos que comulgamos con frecuencia, pero no avanzamos en el camino de la santidad, es decir, del amor a Dios y al prójimo, entonces quiere decir que ese vaso de cristal, que es nuestra alma, tiene un poco de tierra, que son los pecados veniales y las imperfecciones. Tenemos que luchar contra ellos, para que así nuestra alma pueda quedar llena de esa agua cristalina que es el Amor de Dios que se derrama en nuestro corazón en cada Eucaristía.


[1] Cfr. Trese, o. c., 464.

[2] Cfr. Trese, L. J., La fe explicada, Ediciones Rialp, Madrid20 2001, 480.

[3] Cfr. Trese, ibidem.

[4] Cfr. ibidem.

sábado, 15 de octubre de 2011

Visitemos a Jesús en el sagrario



Supongamos que tenemos un amigo, al cual queremos mucho, y él también a nosotros. Este amigo vive en una casita pequeña, y como se encuentra enfermo, no puede salir de su casa. Un día, nos hace decir, primero por unos mensajeros, y después por medio de su mamá -que es muy buena, y que ama a su hijo con mucho amor, y es tan buena y amorosa, que a los amigos de su hijo, los quiere como a su propio hijo- que le gustaría mucho que lo fuéramos a visitar, que él se sentiría mucho mejor de su enfermedad si lo vamos a ver. No quiere que le llevemos nada, solamente nuestra presencia.

Supongamos que le decimos, por medio de su mamá, que sí lo vamos a ir a visitar, pero no vamos, porque en vez de ir, preferimos quedarnos en nuestra casa, haciendo no lo que nos mandan, sino lo que nos gusta: jugar, ver televisión, jugar en la computadora, salir en bicicleta, etc. Supongamos que nuestro amigo vuelve a mandar a su mamá, para que nos diga que nos sigue esperando, que le gustaría mucho vernos, que encima tiene varios regalos para hacernos. Y no solo eso, sino que su papá, que es más rico que Bill Gates, también nos quiere hacer un regalo que cuesta muchísimo, y que además, como tiene tanta plata, nos va a regalar todo lo que le pidamos. Supongamos que le decimos nuevamente que sí, que vamos a ir, pero al final no vamos nada, porque preferimos quedarnos en casa, viendo televisión, haciendo no lo que debemos hacer, sino lo que nos gusta. Y lo mismo pasa una tercera, y cuarta, y quinta vez, y siempre decimos que vamos a ir, y nunca vamos. Y no solo no vamos, sino que preferimos ir detrás de un perrito con sarna, que pasó delante nuestro, y lo comenzamos a seguir, yéndonos lejos y en dirección contraria a la dirección de nuestro amigo.

¿Cómo se sentiría nuestro amigo, que está enfermo, y que necesita solamente de nuestra compañía, y nosotros se la negamos? ¿Cómo se sentiría su mamá, al ver que no vamos a visitar a su hijo, que quiere nuestra compañía? ¿Qué le diría su papá, al ver que no vamos nunca a visitarlo? Seguramente le diría: "Hijo mío, ¿qué clase de amigos tienes, que nunca vienen a visitarte, sabiendo que tú quieres que vengan? Jamás han venido por aquí, yo no los conozco, y a pesar de que no los conozco, estaba y estoy dispuesto a regalarles lo que me pidan, con tal de que vengan a verte. ¡Pero no puedo regalarles nada, porque nunca vienen a verte, y ni siquiera sé quiénes son! ¿Qué clase de amigos tienes, querido hijo mío, que tan mal se portan contigo?

Bueno, ¿qué nos dice esta historia?

El amigo que está en su pequeña casa, es Jesús, que está en el sagrario, y como el niño de la historia, también quiere que lo vayamos a visitar, con la diferencia de que Él no está enfermo, y no necesita de nosotros, aunque nosotros sí lo necesitamos a Él.

La mamá del niño, es la Virgen María, que nos quiere como quiere a su Hijo Jesús, porque todos somos hijos adoptivos de esta Madre celestial, y como la Mamá de la historia, viene desde el cielo para decirnos que vayamos a visitar a su Hijo Jesús en el sagrario. Los mensajeros que nos invitan a la casa del niño son nuestros ángeles custodios, que ponen en nuestra mente y en nuestro corazón el pensamiento y el deseo de amar a Jesús en la Eucaristía.

El papá del niño, que tiene muchísimo dinero, y que quiere hacernos muchos regalos, los que nosotros le pidamos, es Dios Padre, que es el Dueño del universo, porque es su Creador, y es tan bueno, que nos espera sólo para hacernos regalos, pero se desilusiona cuando ve que no puede hacer ningún regalo a ninguno de los amigos de su Hijo, porque nadie viene a visitarlo.

Por último, los amigos desconsiderados, que se dicen amigos del niño de la casa, pero parece que no lo son, porque nunca van a visitarlo, porque prefieren quedarse en sus casas haciendo lo que les gusta y no lo que deben hacer o lo que se les manda hacer, somos nosotros, que por amor propio, pereza, indiferencia, vagancia, orgullo, frialdad, demostramos que no amamos en realidad a nuestro amigo Jesús, ni queremos los regalos de su Papá, que es Dios Padre, ni tampoco nos interesa el amor de su Mamá, la Virgen. Y para colmo de males, nos vamos detrás de un perro sarnoso, que ya sabemos a quién representa.

¡No seamos tan desconsiderados para con Jesús en el Sagrario, que se queda ahí, Prisionero de amor, por amor a nosotros, para darnos todos los tesoros de su Sagrado Corazón! ¿Cómo puede ser que, en vez del amor del Sagrado Corazón, seamos capaces de elegir una caja de vidrio con colores, figuras que se mueven, y sonidos, que no nos deja nada en el alma?

Y Jesús da tantos pero tantos regalos en el sagrario... Hay muchos testimonios de su generosidad. Por ejemplo, una vez, un santo, estaba arrodillado ante el sagrario, y estando así, vio claramente a Jesús presente en las Hostias consagradas, y lo vio con sus manos extendidas y abiertas. Después vio cómo brotaban de sus las manos de Jesús dos cascadas de piedras preciosas que brillaban muchísimo, con luces de muchos colores. El santo le preguntó a Jesús qué significaban aquellas piedras preciosas, y Jesús le dijo: "Estas son las gracias que regalo agradecido a quienes me visitan". Una sola gracia de Jesús vale más que el universo entero, que no es más que polvo y ceniza. Y con la gracia podemos ir al cielo, pero con el polvo y la ceniza, no[1].

Otro ejemplo de la generosidad de Jesús es el caso de un padre de familia, que estaba muy preocupado porque no tenían nada para comer. Una hijita suya, muy pequeña, fue a la Iglesia, se arrodilló delante del sagrario, y le pidió por su papá, por su mamá y por todos sus hermanitos y Jesús le dijo: "Ten confianza en Mí. No temas, que nunca los abandonaré". Cuando la niña salió de la Iglesia, se encontró en la puerta con una señora que le entregó un paquete grande con ropas y provisiones, y le dijo: "Toma, niña, este regalo y llévaselo a tus papás". Así recompensa Jesús la confianza de quien acude a Él con piedad, fe y amor.

En otro caso distinto, un matrimonio estaba muy angustiado por la enfermedad de su pequeño hijo. Entonces el padre fue a rezar delante del sagrario, con un devocionario, pero la madre del niño le dijo: “Deja ese libro, y dile sencillamente y con todo el corazón a Dios infinitamente bueno que nuestro hijito está enfermo y que le suplicamos nos lo cure. El padre del niño así lo hizo, y su hijo se curó.

Cuando vayamos al sagrario, podemos usar devocionarios, pero sobre todo, debemos rezarle a Jesús con el corazón, hablándole como le hablaríamos a nuestros padres, contándole todo lo que nos pasa, tanto las cosas alegres como las más tristes. Tenemos que contarle los defectos que nos cuesta vencer, las tareas que nos cuestan hacer, el estudio que también nos cuesta, es decir, tenemos que contarle, en nuestra visita, todo lo que nos pase.

Pero no tenemos que venir a visitar a Jesús sólo porque puede darnos muchas cosas: tenemos que visitar a Jesús por lo que es, Dios de Amor infinito, y no por lo que da, porque si no, seríamos muy interesados. Dice una santa que nuestra oración tendría que ser así: “Jesús mío, que yo te ame por lo que eres, Dios de Amor infinito, y no por lo que das”.


[1] Cfr. Rüger, P., El maná del niño, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 178ss.

sábado, 8 de octubre de 2011

El amor al Rosario y a Jesús Eucaristía de la Beata Alejandrina



La Beata Alejandrina María da Costa, nacida en Balasar, Portugal, el 30 de marzo de 1904, dio testimonio de su gran amor por Jesucristo desde muy pequeña, pero fue a los 14 años de edad en donde tuvo oportunidad de manifestarlo con los hechos. Sucedió que tres hombres con perversas intenciones ingresaron en una habitación en donde se encontraba ella, pero Alejandrina, que amaba a Cristo por encima de las criaturas, y para conservar su pureza como signo de su amor, saltó por la ventana para escapar de sus agresores, pero al hacerlo, cayó mal, y se fracturó la columna, con lo cual quedó paralítica y postrada en cama hasta el fin de su vida, a los 45 años.

En los últimos 13 años de su vida, se alimentó únicamente con la Eucaristía, sin necesidad de probar ningún alimento terreno. Esto significa que Alejandrina, viviendo todavía en la tierra, vivía ya con su alma en el cielo, en donde el alimento de los ángeles y santos es la divinidad misma. Los ángeles y santos en el cielo no se alimentan con alimentos materiales, terrenos, sino con la substancia misma de Dios, es decir, lo que satisface su apetito espiritual es la visión y contemplación de la hermosura del Ser divino, y en esa contemplación encuentran todas su delicia. Alejandrina, que amaba muchísimo a Jesucristo, no necesitaba alimentarse de alimentos terrenos, porque su alimento era el Amor de Dios, que se le donaba todo entero en la Eucaristía, por medio del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

En los inicios de su enfermedad, a pesar de estar postrada en cama, a causa de la parálisis sufrida por escapar de sus agresores, Alejandrina no solo nunca se desesperó, sino que aumentó cada vez más su confianza y su amor en Jesús. Le decía así: “Puesto que Tú estás prisionero en el sagrario y yo estoy prisionera en mi cama por tu Voluntad, nos haremos compañía el uno al otro”.

Más tarde, comenzó a experimentar fenómenos místicos, que se volvieron cada vez más intensas: cada día viernes, experimentaba los sufrimientos de la Pasión, es decir, Jesús entraba en su alma y en su cuerpo, y le hacía sentir sus mismos dolores. Desde el año 1942 hasta su muerte, Alejandrina se alimentó exclusivamente de la Eucaristía, sin tomar ningún otro alimento.

Una vez, fue examinada y observada durante cuarenta días y noches de total ayuno por los médicos del Hospital Douro en Oporto, sin que sufriera ningún deterioro físico o psíquico a causa de esto.

Ofreciendo su enfermedad sin quejarse, y uniéndose a Jesús crucificado, Alejandrina se ofreció durante diez años como reparación Eucarística para la conversión de los pecadores; fue en ese entonces que se le apareció Jesús y le dijo: “Te he colocado en el mundo, para que vivas y te alimentes sólo de la Eucaristía, para que des testimonio al mundo de cuán grande es el poder de la Eucaristía. (…) Las cadenas más fuertes que atan a las almas a Satanás son las de la carne, es decir, las de la impureza. ¡Nunca jamás ha habido tanta cantidad de vicios, maldad y crímenes como hay ahora! ¡Nunca ha habido tanto pecado! ¡La Eucaristía es mi Cuerpo y mi Sangre! ¡La Eucaristía es la salvación del mundo!”.

Jesús también se le apareció a María el 2 de septiembre de 1949, con un Rosario entre sus manos, y le dijo: “El mundo está en agonía y está muriendo en pecado. Les pido oración y penitencia. Protege con el Santo Rosario a todos tus seres queridos y a todo el mundo”.

El 13 de octubre de 1995, en el aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima, se escuchó a Alejandrina que decía: “Estoy feliz, porque me voy al cielo”. Murió a las 07.30 de la tarde de ese mismo día. La Virgen la llevó al cielo, en recompensa por su amor a Jesucristo, demostrado en el ofrecimiento de su parálisis a Jesús crucificado, en la aceptación de sus dolores, en el rezo del Rosario, y en el hecho de alimentarse solamente de la Eucaristía, signo de que amaba a Dios por sobre todas las cosas.

Con toda seguridad, no podremos imitar a Alejandrina en su ayuno y en el hecho de que sólo se alimentaba de la Eucaristía, pero sí podemos imitarla en el amor a la pureza, por amor a Jesús, en el rezo del Rosario todos los días, y en el amor a la Eucaristía, comulgando tantas veces como sea posible.